Armero, 40 años después: la historia de dolor que dejó 25.000 vidas bajo los escombros

El silencio y la bomba de tiempo.
El 13 de noviembre marca una de las fechas más oscuras en la memoria de Colombia.
Armero, la próspera ‘Ciudad Blanca’ del departamento del Tolima, era una bomba de tiempo que nadie quiso apagar.
Durante meses, la población sintió el Nevado del Ruiz. Temblores, ceniza y el olor a azufre se habían vuelto parte del paisaje cotidiano. Ya había sido advertido. Las autoridades locales habían emitido alertas que, sin embargo, fueron ignoradas por la inercia y el desconocimiento del riesgo a nivel nacional.
La Defensoría del Pueblo, en su último informe sobre la tragedia, lo reitera: “la catástrofe fue producto de la ausencia estatal mucho antes de que el lodo tocara la primera casa”.
La confianza en que “no pasaría nada” era el consuelo. Nadie ordenó la evacuación masiva y el plan de contingencia solo existía en el papel.
La tierra tembló.
A las 9:09 de la noche de aquel 13 de noviembre de 1985, el Nevado del Ruiz hizo erupción.
La lava no fue el enemigo, sino el lahar: una mezcla devastadora de agua, ceniza, hielo y lodo que descendió por el río Lagunilla.
La crónica de la tragedia es la narración del horror puro. Minutos después de la medianoche, una muralla negra de lodo, de hasta 40 metros de altura, borró del mapa a Armero. Cerca de 25.000 personas murieron mientras dormían o intentaban huir.
El pueblo entero se convirtió en una inmensa tumba de barro.
“Aquello no fue un río; era un monstruo que gritaba y se llevaba todo”, recuerdan años después los pocos sobrevivientes.
La respuesta de socorro fue lenta, desorganizada y caótica. La falta de comunicación, la inexistencia de rutas claras y la magnitud del desastre superaron cualquier capacidad de reacción.
En medio de la oscuridad, los gritos de auxilio se mezclaron con el sonido de la maquinaria que intentaba remover el espeso lodo.
El mundo entero vio en directo la agonía de la ciudad, simbolizada en la imagen de Omayra Sánchez, una niña de 13 años que pasó tres días atrapada hasta morir.
El olvido y la revictimización.

Hoy, Armero es un campo santo verde y silencioso, una tierra sagrada que recuerda la fragilidad de la vida. Pero para los sobrevivientes y los familiares, la tragedia continúa y el Estado sigue en deuda.
Según el último informe de la Defensoría del Pueblo, el manejo del desastre sigue la misma lógica de indolencia:
El organismo de control señala que, cuatro décadas después, “el Estado desconoce el número, identidad y ubicación de los sobrevivientes a la tragedia, así como la población afectada”.
Los puntos más críticos de desconocimiento incluyen la falta de información sobre los niños perdidos o adoptados, un capítulo doloroso de familias separadas que nunca cerró.
La falta de detalles sobre el saneamiento predial, la definición jurídica de la propiedad del desastre y la titularidad de las viviendas entregadas a los sobrevivientes, mantienen a las víctimas en la incertidumbre legal y económica.
El 13 de noviembre no es solo un día para recordar a los muertos, sino para exigir que el Estado colombiano asuma, finalmente, su responsabilidad histórica con los vivos y repare la deuda de verdad y justicia que Armero, la ciudad que la furia del Nevado del Ruiz se tragó, sigue cobrando.
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